
El Sahara, el Gobi, el Kalahari el Sonora, el Chihuahua, el Mojave, el Atacama… unos de los grandes desiertos del mundo. ¿Has oído de ellos? ¿Los podrías ubicar en el mapa mundial? Tal vez conoces uno o más o a personas que conocen. Son lugares físicos con muchas historias y leyendas de vida y muerte, de sequía duradera y de inundación feroz, obstáculos opresivos o puertas a rumbos nuevos. También se los conoce como lugares donde uno puede afrontar sus tentaciones.
Jesús escogió entrar al desierto y fue entonces que se encontró con el Diablo y sus tres tentaciones. Cuaresma es el instrumento que los creyentes usamos para recordar las tentaciones de Cristo como ejemplo. Cuaresma puede ser una manera en que nosotros podamos “entrar al desierto”.
Reconocer los ‘desiertos’ de nuestras vidas nos puede ayudar desde múltiples perspectivas.
Nombrar a nuestros desiertos significa ver a nuestro alrededor con los ojos de la fe. Todos pasamos por momentos difíciles, pero cuando podemos vernos en tales momentos sin vencernos y luchando para salir adelante con un espíritu fuerte de compromiso y luz, el desierto se convierte en un lugar de posibilidades.

Pasar por el desierto nos brinda la oportunidad de encontrar vida y hermosura dónde pensamos que no debe haber. Los programas de naturaleza nos lo enseñan siempre que los desiertos son lugares donde la vida existe de maneras sorprendentes pero fascinantes. De este modo, el desierto se convierte de un lugar que pareciera estar vacío en un lugar de maravillas.
Los desiertos siempre están cambiando, sea por lluvias inesperadas o vientos fuertes calurosos. No son lugares estancados, sino de espera. Un monte o valle en el desierto, todo de color café, se puede transformar de un día al otro en un lugar lleno de colores vibrantes con multitudes de flores. El desierto nos enseña que las cosas que duermen en nuestras vidas pueden levantarse también.
Una de las experiencias más transformadoras de mi vida pasó en un desierto. Al terminar con la universidad, me fui para dos años al desierto Atacama en el sur del Perú, el desierto más seco del mundo. Pero no hablo del Atacama cuando hablo del desierto que encontré allá.
Mi tiempo misionero con los jesuitas empezó con una mentira. Puede que fuera una mentira “blanca” pero la verdad es que mentí. Al mandar mi currículo vital y carta de intento, escribí que yo hablaba el español. La verdad era que lo había estudiado en la secundaria y que podía contar a veinte y decir unos colores… nada más.
La comunicación es algo que no solemos apreciar hasta perderla. El desierto de la soledad causado por falta del idioma aleja a uno. Se aleja de la compañía, del compartir, y, creo yo, de la buena autoestima. El desierto de la comunicación parece ser un lugar donde no existe vida y donde no hay nada de valor… pero no es así.

Yo viví un año completo en silencio hasta empezar a reconocer vida y posibilidad y fuerza en mi desierto. Al entrar al desierto de la soledad, causado por la falta de poder comunicarme en español, me di cuenta de cualidades mías que no había reconocido. Me di cuenta de otras maneras de comunicarme aparte del idioma. Me di cuenta, de manera muy real, que las acciones de uno dicen mucho más de las palabras en muchas ocasiones.
Entrar al desierto no significa que tenemos que quedarnos ahí. Que esta Cuaresma sea un tiempo para reconocer los desiertos que habitamos día a día y que aprovechemos de la hermosura que frecuentemente optamos por no ver en ellos. Que tomemos pasos para rechazar el miedo que nos puede dar no tener “las palabras correctas” o “una fluidez” para que compartamos, cada vez con más confianza, los dones que tenemos. Y si dudamos que tengamos dones, pues, que reconozcamos que esa duda sea una tentación del mismo desierto.
Todos que llegan a este país de lugares donde hablan otro idioma ya han entrado al desierto de la comunicación. Cristo está ahí… y Cristo es toda la Palabra que nos hace falta.
Por Mateo Greeley | Coordinador asociado de comunicaciones para la Diócesis de Trenton, New Jersey